IN MEMORIAM
Muchos años después, frente al
pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo…
Así comienza la aventura de la
saga familiar más conocida en lengua castellana y en la literatura universal, de
Gabriel García Márquez, Nobel entre los Nobeles, Príncipe de las palabras. Tuve
un profesor en la universidad, que afirmaba que junto con el de El Quijote, el de Cien años de soledad era un principio magistral y que no existían,
en la literatura, ejemplos similares. A pesar de mi frágil memoria, nunca olvidé ese
dato, porque no he conocido escritor capaz de combinar las palabras de tal
forma que ofreciese al lector una resultado natural, espontáneo, sin artificios
aparentes. Efectivamente, ese principio de novela “perfecto” permite –incluso al
lector menos avisado- regodearse anticipadamente en lo que sucederá después,
dentro de muchos años; y no hay mejor regalo para un voraz lector que el de
asistir, por momentos desconcertado pero siempre admirado, al despliegue de un
mundo literario imposible pero verosímil, increíble pero real. Ese fantástico
mundo imaginario no sería posible sin los personajes que lo dotaron de vida
(otro de los aciertos de su creador) y, por eso, -por la maestría de su autor y
porque forman parte indisoluble de ese mundo ficticio- jamás podremos olvidar a
los Buendía, a Santiago Nasar ni a María, a quien la estupidez humana consigue
vencer en el estremecedor relato Sólo
vine a hablar por teléfono.
Por eso, García Márquez ha muerto, pero no ha muerto. Al contrario, el
escritor permanecerá para siempre en su
universo literario, igual que los Buendía en Macondo, Santiago en el poblacho
donde perdió la vida, María en el
manicomio donde se dejó vencer o Florentino Ariza en el barco donde pudo, por fin -otra vez muchos años después- amar a Fermina Daza.
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